Catecismo electrónico de Abril de 2000

Teologías de la liberación

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El equipo que trabaja en este catecismo os propone cada mes dos textos. Agradecemos vuestras sugerencias para mejorarlos.
Quisiéramos que este catecismo fuera una construcción común. No dudéis en someternos otros temas.


Teologías de la liberación

De inmediato se piensa en América latina. Pero también están las de Asia, que ponen el énfasis en el pluralismo religioso. Si no entramos en diálogo con las otras religiones, no podremos promover la justicia.

Están las de África que insisten en la enculturación. La opresión cultural suscitó en los africanos una búsqueda de identidad.

Las mujeres tomaron conciencia como colectivo de su alienación tanto social como eclesial. Se han dedicado a explorar con las herramientas de la teología su experiencia de mujeres, reducidas al silencio, excluidas, banalizadas y marginadas por ser mujeres.

Pero fue en América Latina donde las teologías de la liberación han echado sus primeras raíces. Emergieron en un contexto de movimiento liberador frente a las dictaduras y la opresión económica.

Su nacimiento se sitúa en Medellín (Colombia) en 1968 con motivo de la Conferencia del episcopado latinoamericano (CELAM). Medellín no dejará de ser, en lo sucesivo, una referencia ineludible. Se considera como su fundador a Gustavo Gutiérrez, teólogo del Perú.

La característica fundamental de estas teologías es su punto de partida: el mundo de los pobres y de los oprimido/as. Es la práctica de los seres humanos como actores históricos. Pasamos de un estatuto de consumidor de bienes religiosos al de "sujeto" eclesial. Asistimos, por tanto, al nacimiento de las comunidades de base. El papel vital de la palabra de Dios, la animación de las comunidades por laicos hombres y mujeres, la aparición de nuevas formas de ministerios, la creatividad litúrgica, le van a conferir un modo nuevo de ser Iglesia.

Las teologías de la liberación realizan la opción de una cristología que parte "desde abajo": "y el verbo se hizo carne" dice San Juan. Confieren un protagonismo especial al joven profeta de Nazaret, Jesús terrestre, histórico. De ahí la insistencia sobre el lugar central del Reino de Dios en la actividad de Jesús, su opción por los más pequeños, las causas históricas de su muerte.

Cuando el mundo de los enajenados toma conciencia de su dignidad y de su fuerza para la liberación, se vuelve peligroso para los poderes y el orden establecidos. La represión no tardó en caer sobre los representantes de estas teologías, en nombre de la seguridad nacional. Roma hizo sus advertencias. Pero mientras haya pobres que viven en la opresión, las teologías de la liberación continuarán existiendo.

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Iglesia católica y democracia

La democracia es un régimen político en el que los ciudadanos están llamados a designar y a controlar el poder. Dejan de ser puros objetos sometidos a algo arbitrario para convertirse en sujetos responsables. Dicho de otro modo, las personas que viven en común toman las riendas de su futuro individual y colectivo y suscriben entre ellos a un contrato social. El voto es la expresión de este contrato y el instrumento para su control.

La Iglesia que, históricamente desconfiaba de una libertad y responsabilidad del pueblo, evolucionó y hoy considera que tomar parte libre y activamente en la gestión de los asuntos públicos y a la elección de los gobernantes es inherente a la naturaleza humana. Recientemente, los obispos de Francia declararon que la democracia era el modelo de gobierno más humanizador.

¿Por qué, entonces, la Iglesia no aplicaría este modelo a su propia organización interna? Contestan que se debe a que la Iglesia no es una democracia. Cierto es que ningún régimen político puede dar cuenta de la Iglesia como sociedad de salvación y de gracia, con Cristo por único Maestro y Señor, ni la monarquía ni la democracia. Sin embargo del modelo monárquico sí tomó elementos numerosos de su estructura.

Si la Iglesia no es una democracia como cualquiera, requiere un funcionamiento realmente democrático. En efecto, en este funcionamiento y esta estructura es donde se deja ver algo de su realidad espiritual. Desde luego, existe una profunda connivencia entre las virtudes democráticas y las virtudes evangélicas. Los principios de libertad, igualdad y fraternidad no contradicen para nada el Evangelio. La democracia no es una anarquía; un pueblo democrático no es una masa informe, sometida a sus pulsiones; se dota de reglas para actuar. El derecho y las constituciones obedecen a una exigencia ética: no convertir la violencia o la fuerza en la última instancia de las relaciones humanas. Para el pueblo de los bautizados, el anhelo democrático es un imperativo de la fraternidad. La comunidad cristiana se reconoce como un pueblo de hermanos y hermanas convocados por el mismo Padre. Las fuentes de la Iglesia son apostólicas y, por tanto, colegiales, lo cual la pone a distancia de cualquier monarquía. El Espíritu se derramó sin reservas sobre toda la comunidad de los creyentes y no sólo sobre unos cuantos privilegiados; esto fundamenta la responsabilidad de todos a todos los niveles. Incluso la paridad, elemento de la democracia insoslayable en nuestras sociedades modernas, no es ajena al Evangelio que nos dice de unas mujeres también seguían a Jesús. Ellas desempeñaron papeles importantes en la Iglesia primitiva y reciben el mismo bautismo que los hombres, con los mismos derechos que de él derivan.

Con demasiada frecuencia, nos imaginamos en una democracia eclesial el pueblo sustituiría a Dios. Pero en la democracia civil, en teoría no se supone que nadie tenga que ocupar el lugar del poder, éste sólo es ocupado por designación, provisoria y simbólicamente. Nadie tiene acceso inmediato a la verdad, sólo nos acercamos a ella mediante el juego del debate y de la comunicación. En una democracia eclesial, nadie tiene derecho a ponerse en el lugar de Aquél que fundamente toda verdad. El lugar debe quedar vacío bajo pena de ver reinar en él a un ídolo.

La Iglesia no puede encerrarse en el pasado en que los principios monárquicos le parecieron más convenientes para un buen gobierno. La llamada de la democracia se tiene que ver directamente con ella y compromete su propia credibilidad.

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