Carta de Jacques Gaillot di 1 de Mayo 1997


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El aliento de Dios


El tiempo de Pentecostés invita a los creyentes a levantar la vista hacia todos los pueblos de la tierra, a mirar a la familia humana dispersa por el planeta.

Porque antes de ser de este país, de aquella cultura o de aquella religión, somos habitantes de la tierra, habitantes del planeta.

Porque antes de ser del Norte o del Sur, negros o blancos, somos ciudadanos del mundo, pertenecemos a la familia humana.

Antes de tener esta responsabilidad, ese título o aquella "etiqueta" que nos encierra, somos seres humanos con una dignidad, parte integrante de nuestro ser, que nadie puede quitarnos.

Antes de ser problemas, somos personas.

El aliento de Dios, que es el aliento de vida y de amor, es derramado sobre la familia humana, sobre cada pueblo, cada ser humano, de un modo que escapa a nuestro entendimiento.

El aliento de Dios no es rehén de ninguna institución, ninguna estructura, ningún organismo. No sabe de fronteras y nadie puede adueñárselo ni confiscarlo.

A Jesús, el joven profeta de Nazaret, no le faltó aliento. Vive en él el aliento de Dios. Cuándo vemos de qué manera dirigió su vida, las opciones que tomó, los comportamientos que adoptó, las palabras que pronunció, !nos quedamos atónitos!

Hasta su último suspiro, Jesús recorrió su camino entregando su vida.

También nosotros, a veces, nos encontramos desalentados hasta quedarnos sin respiración. También deseamos que nuestra Iglesia recobre su aliento. Llegó entonces el momento de acoger al Espíritu de Pentecostés, poniendo en nuestros labios la antigua plegaria de la Iglesia:

" Ven Espíritu Santo a nuestros corazones

lava las manchas

riega la tierra en sequía

sana el corazón enfermo,

infunde calor en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero".

 


Jacques Gaillot












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