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El purgatorio y el infierno
El purgatorio y el infierno ya no suscitan atención,
ni siquiera entre los adeptos a la fe cristiana. Es cierto que
iban unidos a la idea del castigo, transitorio o eterno, infligido
por un Dios justiciero y vengativo.
Y sin embargo, ¿si no se tratara de un Dios sin misericordia,
sino de una prerrogativa esencial y vital de la persona humana
que es la libertad? Ya que, en definitiva, el ofrecimiento de
la Alianza en el amor, que nos viene de Dios, sólo tiene
consistencia si está libre de cualquier coacción,
con la adhesión de nuestra libertad. Es posible pues que
un ser creado pueda encerrarse en sí mismo con plena lucidez
en un rechazo total y definitivo de la relación con los
demás y con el Otro por excelencia que es Dios. La experiencia
nos demuestra con creces cómo nos podemos dejar arrastrar
en la espiral de la incomprensión, del desacuerdo, donde
existe el riesgo de anclarse cada vez más.
Para muchos, además, el infierno está aquí
abajo. Ya no lo situamos allá arriba. Desafortunadamente,
está entre nosotros, en la barbarie de tantas situaciones
inhumanas.
Es necesario que aceptemos la posibilidad, al menos teórica,
del infierno. Sin embargo, liberado de las oscuridades de la
condición terrestre, ¿sería pensable poder
aislarlo en el rechazo total y definitivo del Amor infinito que
se nos ofrece? Y además, ¡qué desproporción
entre una eternidad de infelicidad y unos años aquí
abajo!
Por otra parte, ¿sería posible el cielo si el
infierno estuviese habitado? En el corazón de un pueblo
solidario, la felicidad no puede aislarse del destino de los
demás. Liberándose de los sentimientos de revancha,
¿cómo ser felices mientras que algunos, cercanos
o no, no participan en la bienaventuranza última? Jesús
no pudo descansar mientras no encontró la oveja número
cien.
En cuanto al purgatorio, ¿no es normal acaso llegar
al final de la vida con la conciencia de una tarea inacabada,
de un viaje incompleto? De nuevo aquí, se trataría
menos de sanciones que de una vida que va abriéndose y
afinándose progresivamente y que ofrece una nueva cercanía
al Eterno, liberado de las contingencias y oscuridades de la
condición terrestre.
Es la imagen de un Dios despojado de misericordia, poco atento
a las dificultades y los meandros de la condición humana,
un Dios embozado en la Justicia soberana que en el propio nombre
de nuestra fe no podemos ya ratificar.
Pero es igualmente la perspectiva de los castigos eternos,
en exceso utilizados para mantenernos en el camino recto, la
que ha perdido su influencia sobre el actuar cristiano. Ya que
la experiencia de la ayuda mutua y de la solidaridad, la confianza
dada y recibida, la alegría de compartir, las llamadas
del amor son más estimulantes que las exclusiones y las
condenas.
Nuestra imagen de Dios se transformó a través
de Jesús de Nazaret. Él, ayudaba a cada uno, cualquiera
que fuera su desgracia o su parálisis, a ponerse de pie,
nos hace entrever la densidad de eternidad que existe en el corazón
de la vida diaria.
El más allá de la muerte, confiado al misterio
de Dios, ya no está centrado en las angustias del purgatorio
o las penas eternas, pero sí en el fuego de un amor puro
y vivificante. |