Catecismo electrónico de Junio de 2000

Por una cultura de la paz

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El equipo que trabaja en este catecismo os propone cada mes dos textos. Agradecemos vuestras sugerencias para mejorarlos.
Quisiéramos que este catecismo fuera una construcción común. No dudéis en someternos otros temas.


Por una cultura de la paz

El año 2000 ha sido proclamado año internacional de la cultura de la paz por las Naciones Unidas por iniciativa de la Unesco. Se trata de pasar de una cultura de la guerra, la violencia y las discriminaciones a una cultura de la no-violencia, de tolerancia y de solidaridad.

La cultura de la paz, es el conjunto de valores, actitudes, comportamientos que traducen el respeto por la vida y por la persona humana con todos sus derechos. Es el rechazo de la violencia bajo todas las formas. Es el apego a los valores de libertad, de justicia, de solidaridad, de tolerancia y de comprensión tanto entre los pueblos como entre los grupos y los individuos. En una sociedad competitiva, en la que hay que ganar en detrimento de los demás, se impone cada vez más la educación en favor de la paz. Ésta ya existe a través de la acción de numerosos individuos, asociaciones, instituciones... en el mundo entero.

Quienes están comprometidos en acciones humanitarias (como Médicos sin fronteras) dan testimonio con su trabajo de los valores de tolerancia y de solidaridad. Se oponen a una cultura de discriminación.

Quienes militan por la democracia de los Derechos humanos se enfrentan, con riesgo de su vida, con una cultura de la opresión. Lo vemos en los países donde las libertades fundamentales están confiscadas.

Quienes trabajan para asegurar un desarrollo solidario luchan contra la exclusión y la miseria. Cuando dejamos que se instale la injusticia, damos paso a la rebelión y a los conflictos, como ocurre con los campesinos sin tierra de Brasil.

La cultura de la paz, es la paz en acción en la práctica diaria de los Derechos humanos. Nunca deberíamos separar: paz, desarrollo y democracia. No hay paz sin desarrollo. No hay desarrollo sin democracia. Ésta interpela directamente a los individuos, llamándoles la atención sobre sus responsabilidades personales. En cuanto a los cristianos, en el Evangelio descubren una llamada muy particular a la paz interior que constituye un fermento para su acción.

En cada país, ciudad, o barrio, la cultura de la paz puede llevarse a cabo de múltiples formas: con fiestas de los ciudadanos, hermanamiento de ciudades con campos de refugiados, acciones humanitarias fuera de las fronteras, foros de asociaciones de solidaridad... Estas numerosas iniciativas demuestran que la paz es posible. Y ha sido depositada en nuestras manos. "Dichosos los artesanos de la paz, porque suyo es el Reino de los cielos."

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El purgatorio y el infierno

El purgatorio y el infierno ya no suscitan atención, ni siquiera entre los adeptos a la fe cristiana. Es cierto que iban unidos a la idea del castigo, transitorio o eterno, infligido por un Dios justiciero y vengativo.

Y sin embargo, ¿si no se tratara de un Dios sin misericordia, sino de una prerrogativa esencial y vital de la persona humana que es la libertad? Ya que, en definitiva, el ofrecimiento de la Alianza en el amor, que nos viene de Dios, sólo tiene consistencia si está libre de cualquier coacción, con la adhesión de nuestra libertad. Es posible pues que un ser creado pueda encerrarse en sí mismo con plena lucidez en un rechazo total y definitivo de la relación con los demás y con el Otro por excelencia que es Dios. La experiencia nos demuestra con creces cómo nos podemos dejar arrastrar en la espiral de la incomprensión, del desacuerdo, donde existe el riesgo de anclarse cada vez más.

Para muchos, además, el infierno está aquí abajo. Ya no lo situamos allá arriba. Desafortunadamente, está entre nosotros, en la barbarie de tantas situaciones inhumanas.

Es necesario que aceptemos la posibilidad, al menos teórica, del infierno. Sin embargo, liberado de las oscuridades de la condición terrestre, ¿sería pensable poder aislarlo en el rechazo total y definitivo del Amor infinito que se nos ofrece? Y además, ¡qué desproporción entre una eternidad de infelicidad y unos años aquí abajo!

Por otra parte, ¿sería posible el cielo si el infierno estuviese habitado? En el corazón de un pueblo solidario, la felicidad no puede aislarse del destino de los demás. Liberándose de los sentimientos de revancha, ¿cómo ser felices mientras que algunos, cercanos o no, no participan en la bienaventuranza última? Jesús no pudo descansar mientras no encontró la oveja número cien.

En cuanto al purgatorio, ¿no es normal acaso llegar al final de la vida con la conciencia de una tarea inacabada, de un viaje incompleto? De nuevo aquí, se trataría menos de sanciones que de una vida que va abriéndose y afinándose progresivamente y que ofrece una nueva cercanía al Eterno, liberado de las contingencias y oscuridades de la condición terrestre.

Es la imagen de un Dios despojado de misericordia, poco atento a las dificultades y los meandros de la condición humana, un Dios embozado en la Justicia soberana que en el propio nombre de nuestra fe no podemos ya ratificar.

Pero es igualmente la perspectiva de los castigos eternos, en exceso utilizados para mantenernos en el camino recto, la que ha perdido su influencia sobre el actuar cristiano. Ya que la experiencia de la ayuda mutua y de la solidaridad, la confianza dada y recibida, la alegría de compartir, las llamadas del amor son más estimulantes que las exclusiones y las condenas.

Nuestra imagen de Dios se transformó a través de Jesús de Nazaret. Él, ayudaba a cada uno, cualquiera que fuera su desgracia o su parálisis, a ponerse de pie, nos hace entrever la densidad de eternidad que existe en el corazón de la vida diaria.

El más allá de la muerte, confiado al misterio de Dios, ya no está centrado en las angustias del purgatorio o las penas eternas, pero sí en el fuego de un amor puro y vivificante.

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